Un movimiento leve de cabeza acompañado de cómplice mirada le basta a los perros del paraíso para interpretar los deseos del amo. —Espero que hagan lo hay que hacer —piensa el magnate. Un ingenuo desconcertado susurra preguntando a uno de los extasiados súbditos quién es esa dignidad cuya presencia impone el orden. —¿No lo sabe? —No Si todo el mundo lo debería saber, para qué perder el tiempo contestando estupideces. Es uno de los pocos privilegiados poseedores de la mitad de la riqueza planetaria que ha consolidado sus empresas. Los amparados bajo su alero lo reciben con veneración y gratitud que expresan con venias y sonrisas serviles mientras baja majestuoso de la limosina a participar de mala gana en el congreso sobre la creciente problemática de los marginados. En vista que es el primero en salir enmascarado con pañuelos exclusivos Christian Dior, se tapan las narices con Oscar de la Renta. Ni los perfumes, ni los pañuelos perfumados logran neutralizar el olor de los desamparados que pululan por las calles. Es un olor de animal muerto abandonado, enclaustrado y de pronto sacado a la intemperie, algo que se queda grabado no sólo en el olfato sino en la memoria y produce náusea el recordarlo. Entre tinieblas y luces mortecinas de la calle confundido en cartones, periódicos, botellas y jeringas cerca de allí emerge un bulto de humanoide apariencia. Sus ojos compiten con el sol que se derrama por el techo de los edificios. Son destellos producidos por las lágrimas que forman cauces salitrosos que se confunden con la nieve que cae de su cabeza. No se sabe el color de la cara ni de su piel. Los labios reventados por el frío de las noches le sangran y están llenos de cicatrices. Lo que parece ser una sonrisa es una mueca amarga de fiera en acecho que le deja entrever unos dientes amarillos tocados de verde en las encías. Levanta los brazos como si quisiera abrazar el mundo semejando el Mesías prometido que se le cuelga al sol recién nacido. —Es un Cristo. —Un Cristo de espaldas—, replica mentalmente una mendiga adivinando el pensamiento de la beata que abandona la iglesia. El gesto mascullador que la última toma por plegaria unido a la aparición, conmueve los cimientos de su corazón. Al dar limosna la bondadosa mujer espera el consabido "Dios se lo pague" que ayudará a acrecentar su riqueza celeste. —Dios se lo pague—. La beata no escucha porque el viento arrastra las palabras junto con periódicos de enormes titulares anunciando la llegada a la ciudad del redentor. —¿Desagradecidos! ¡Deberían barrerlos a todos! Se lo habían repetido una y mil veces los de la congregación: "Dar limosna es alimentar la pobreza". Creyente de apariciones trata de acercarse al Cristo que se despereza. Un sudor recorre sus entrañas. Expoleada por el olor, alcanza a ver que la corona de espinas de ese Cristo imaginado no es de espinas. El cabello y la barba se entrelazan formando un nudo irrompible que en gajos se esparcen como corona cristera. Sus manos ásperas tatuadas de barro y aceite semejan dos aspas carcomidas por el óxido marino. Lo que fueron alguna vez uñas se han convertido en garras de oso siberiano revolcado en el fango. Chaqueta, pantalones y zapatos son hilachas que cuelgan formando una coraza que lo mantiene en soledad que arrastra como su pierna que parece no formara parte de su cuerpo. Su apariencia le quita las ganas de evolucionar a la materia inanimada. A su paso las flores y las plantas se doblegan inermes. Habla con una subterránea voz que se enfrenta a otros sonidos guturales en una pelea que nunca termina y que deja escapar de vez en cuando un dejo de melancolía. Por el sutil tono de dulzura de ese dejo se entrevé que hubo un tiempo feliz antes de que sus sueños fueran privatizados. En las noches de luna llena su alarido hace estremecer la ciudad cuya escarcha apozada en sus muros cae en pedazos cual Jericó vulnerada. Las ratas huyen despavoridas a esconderse en las vitrinas Versaci donde ve reflejada su forma deforme de poeta de la urbe. Allí es donde menos peligro corren. Filogenéticamente saben que en los muladares unas garras asesinas las diezman implacables. Ese ser que es pesadilla hasta para la escoria que se apila en escaleras catedralicias, maldice a los cielos mientras deletrea un graffiti lapidario que ha visto reproducido en los muros de la urbe contaminada: ¡Combata la pobreza: mate un mendigo! | Presentación | Narración | Ensayo | Poesía | | Plástica | Copyright 2000 Literart.com, All Rights Reserved. |
lunes, 13 de agosto de 2012
literatura,cuentos
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